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UN VALLE DE CULTURAS MILENARIAS

Roncal es un pueblo pequeño, ideal para la mañana. Situado en el centro del valle del que toma el nombre, se constituye como uno de los ejes de la zona. Sus casas, no demasiado elevadas, acogen al visitante y responden al mismo patrón: muros blancos, de piedra y remarcados en los bordes. Es el enclave idóneo para perderse y aislarse del ajetreo de la ciudad. En Roncal, donde el viento mañanero peina las baldosas de piedra, el tiempo pasa despacio.

 

Para llegar desde Pamplona, un recorrido que dura poco más de una hora, es preciso tomar la carretera Nacional 240 que bordea el pantano de Yesa. Lo dejamos atrás al tomar la salida de la izquierda que conduce a la A-137, unos pocos kilómetros más allá de la localidad de Sigüés. Continuamos por esta autopista y pronto nos sale al paso Burgui, la primera parada, con la estampa del puente por el que antaño pasaban los almadieros río abajo montados en los troncos. En Burgui podremos visitar la iglesia de San Pedro. Allí se encuentra el viejo órgano del monasterio de Leyre, en la desamortización de Mendizábal. Burgui es, además, tierra bruja por excelencia. En el siglo XV sus habitantes fueron víctimas de varios ciclos de brujería. El final fue funesto para algunos de ellos.

 

Pasado el pueblo de las brujas, continuamos recto por la N-137 durante 11 kilómetros. Eludiendo la intersección a la derecha que nos conduciría a Garde y sus historias, llegaremos a Roncal. Aparcamos frente al río Esca, que nos espera a la entrada del pueblo. Hace un día de nubes y claros, y unos pocos chiquillos apuran al máximo las últimas horas de sus vacaciones jugando detrás del colegio. Dos hombres charlan en las faldas de la iglesia, apoyados sobre la barandilla del río. Apenas hay movimiento. En Roncal viven, según datos del INE, 243 personas: la mitad que hace un siglo. Ahora, el pueblo subsiste gracias a la ganadería, al turismo y a la industria quesera.

Brais Cedeira

El Ayuntamiento se erige al otro lado del puente. Se trata de un edificio soberbio, a la manera de las pequeñas mansiones de la antigua nobleza rural navarra. Nos colamos entre los soportales, por la callejuela de la izquierda, donde hace esquina uno de los pocos bares del pueblo. Desde allí, un nombre aparece sin cesar en el entramado callejero. Es el de Julián Gayarre, la voz que llenó los teatros de la Europa de finales de siglo XIX y cuyo legado permanece intacto en la memoria roncalesa; es su emblema y uno de los principales reclamos turísticos. Las señales repartidas por las calles conducen al visitante hacia un mismo lugar: la casa-museo, situada a las faldas de la iglesia de San Esteban. Sus paredes blancas, decoradas con ventanas verdes, son más altas que el resto de las viviendas. Desde allí, la efigie de Gayarre lo preside todo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Dejamos atrás la casa del tenor y visitamos la iglesia de San Esteban. Unas viejas escaleras conducen al atrio. La silueta del templo, a caballo entre el Gótico y el Renacimiento, domina el casco urbano desde lo alto. Sus bóvedas, sus muros de piedra y su campanario remiten a los relatos de brujería en la Edad Moderna. Aquellos sucesos evocan una Navarra oscura, sospechosa, donde los vecindarios se convirtieron en terreno inhóspito para todos los miembros de la localidad. Nadie estaba a salvo de ser juzgado y, después, quemado en la hoguera, debido a las acusaciones ficticias de algunos de sus vecinos.

 

Regresamos al Ayuntamiento y caminamos por detrás de la escuela, dejándola a la izquierda. A la derecha, las pequeñas casonas de piedra motean la calzada y nos acompañan carretera arriba. El centro educativo fundado por Gayarre es hoy un colegio cualquiera. Pero en otra época, acaso más sórdida, las funciones del colegio fueron muy distintas. En los primeros años de la dictadura, con los campos de prisioneros que se instalaron en el valle, la escuela dejó de acoger alumnos entre sus aulas para convertirse en una cárcel del Régimen. Hoy el Roncal ha dejado atrás esa etapa incierta de su pasado.

 

Llegamos al último repecho y nos encontramos con el cementerio del pueblo. Encuadrada entre los nichos comunes, un conjunto de bronce y mármol se erige como si se elevara a los cielos. La tumba de Julián Gayarre es también la última parada de Roncal. Ya dispuestos, nos dirigimos al coche, prestos hacia Vidángoz, otro lugar icónico por su tradición brujeril.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El hambre aprieta. La parada en Vidángoz resulta ideal para tomar un respiro. Sin cruzar el río, proseguimos por la carretera que transcurre perpendicular a la N-137. Aquí el camino se vuelve angosto. Las curvas son constantes en este tramo que discurre paralelo a los barrancos de Anzka. Sin abandonar en ningún momento el sendero, proseguimos hasta toparnos con la ermita de San Sebastián. La dejamos atrás y tomamos la salida de la izquierda, que es la que conduce a Vidángoz. Sus habitantes son conocidos en el valle como brujos. La tradición en esta localidad es tal que, en verano, durante las fiestas del pueblo, se celebra la bajada de la bruja. Los carteles que decoran el dintel de algunas casas en los que se puede leer “Akelarre” lo demuestran.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Reposamos y proseguimos con nuestro camino roncalés. Abandonamos Vidángoz por el lado contrario al que hemos entrado, tomando la carretera Nacional 2130. Entre 1939 y 1941 esta carretera fue construida por los 2.000 prisioneros que estuvieron realizando trabajos forzados en el valle al servicio del Régimen. A medio camino de Igal, en un área de descanso, encontramos el monumento que honra la memoria de aquellos trabajadores llegados de toda España. Un lugar elevado, ideal para observar la calma del valle.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pero son ya las seis de la tarde y toca volver a casa. Este lugar, además de callejuelas empedradas, historias de brujas, queso y almadías, guarda una larga historia detrás. Una historia tan amplia y tan arraigada que no se corresponde con los pocos habitantes que, día a día, tratan de preservar las costumbres milenarias que les pertenecen.

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