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RESCATADOS DEL OLVIDO

La bienvenida a Urbicáin, el primero de los pueblos del trayecto, la dan los mugidos mañaneros de un puñado de vacas sentadas. El coche se puede aparcar entre la granja y cuatro contenedores. Al lado está la Iglesia de San Esteban, el primer edificio a la vista. Las enredaderas se comen las paredes y las telarañas devoran el paso hacia la torre, pero una vez atravesado el arco de medio punto, parece que el pueblo vuelve a la vida. El edificio está hasta bien para ser un templo abandonado. Su retablo, barroco, ha sido aprovechado en las iglesias de Garaioa y de Abaurrea Baja, en el valle de Aezkoa. En el suelo hay decenas de tarros de cristal vacíos, que un día se usaron para encender velas en honor a los muertos. La capilla lateral, con vistas al cielo, es el único rincón con luz natural; el resto de ventanas están tapiadas. En la misma iglesia que hoy huele a polvo se rendía culto a la diosa Mari. Cuando aún entraba luz por las vidrieras.

 

A la izquierda, en una de las calles del pueblo, los tablones de madera amontonados, las vigas podridas y las tejas rotas decoran los hogares que aún no tienen las ventanas selladas. En la primera casa, un buzón oxidado habla de historias de amor, facturas y reproches. A través de esa rendija de metal llegaban las noticias cuando todavía había quien las recibiera. Enfrente, un escudo en la pared recuerda el linaje familiar, y para los observadores, hay otro escondido un poco más adelante. Pasada una nave derruida, aparece una casita con la puerta totalmente tapiada. Encima, el viento mece una sábana blanca:la ropa de cama que allí dejó la última familia en abandonar el pueblo. La puerta cerrada atrapa todas sus historias, pero ahí está la cama, haciendo visible, desde la calle, la intimidad del hogar. Enfrente, las vistas perfectas para un almuerzo antes de iniciar la marcha.

 

Casi a la salida del pueblo, otra casita, separada en dos mitades simétricas por las ramas de un árbol sin hojas, evoca, de nuevo, el paso del tiempo. Hay un banco de piedra alargado donde, quizás, los dueños de la casa pasaban los días, la vida, sentados. En Urbicáin. Toca decir adiós al primer pueblo y continuar por el camino recto, sin girar la derecha. Solo se oyen el trino de los gorriones y el chirrido de alguna urraca. Una verja con el cartel de “ganado suelto” no invita a cruzar, pero hay que atravesarla para continuar con la ruta. Ante la primera bifurcación, se gira a la izquierda y, después, todo recto. Al terminar la cuesta, premio: vistas a Peña Izaga.

Teresa Ausín

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Al entrar en el bosque hay compañía: las procesionarias engullen las copas de los árboles y el camino. Aún hace frío, así que se amontonan en equipo, fingiendo estar muertas. Poco después de saltar un árbol que corta el camino, empieza otra cuesta. Destino: IZANOZ, el segundo pueblo abandonado. Ya no queda nada. Un puñado de ladrones robaron las últimas piedras del pueblo para construir sus propias casas. Hoy, solo se ve una cabaña de cazadores. Un cartel en su interior informa de que puede usarse todo: las herramientas para asar, la mesa, etc. Pero el polvo que las cubre no anima. No obstante, el claro es un buen sitio para sentarse a almorzar, o para comer al regreso del tercero de los pueblos.

 

La marcha continúa. Después de una cuesta algo más empinada, aparece un encrucijada de cinco caminos. Hay que coger el primero de la izquierda. Esto es importante si quieren llegar hasta MUGUETAJARRA, trayecto cuya única dificultad es atravesar una valla a medio camino. En este pueblecito vivió ..(Miguel Olza Zunzarren, Vaquerín).

 

 La vuelta es sencilla: deshacer lo andado. A un ritmo normal, la cabaña de los cazadores puede alcanzarse hacia las dos de la tarde. Es un sitio ideal para comer si hace buen tiempo. Tras la sobremesa, empieza la cuesta abajo. Si al subir solo se escucha la propia respiración, al bajar la sustituyen las pisadas, y el sonido del pequeño arroyo Aukare. Las piedrecitas del camino saltan al avanzar y la propia sombra acompaña. Son casi las cuatro de la tarde. Los colores de los árboles han cambiado desde por la mañana. Antes destacaban los verdes, ahora son los ocres y dorados de las hojas los que llaman la atención. Es la hora de la siesta, y las vacas, marrones como la ruta y la suela embarrada de las botas, lo recuerdan con sus bostezos. Toca descalzarse antes de entrar al coche y coger fuerzas. El día no ha terminado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ya en el coche, hay que ponerse en marcha en dirección a BEROIZ. El pueblecito está encima de una pequeña colina, con un aparcamiento enfrente, donde caben unos cuatro coches bien ordenados. No hay ningún rótulo informativo ni nada que lo señalice. El lugar es un antiguo señorío; todavía sobreviven las ruinas de su palacio. Por lo que se sabe, solo estuvo habitado a partir del siglo XIII; y curiosamente quedó vacío en el siglo XIV, aunque solo durante un tiempo. Consta de tres edificios: la iglesia de San Martín, la casa nueva (frente a la iglesia), y el palacio, a una cierta distancia de los otros dos. La iglesia es el edificio mejor conservado. Donde antes hubo bancos, hoy hay comederos habilitados para el ganado.

 

Al lado hay una casa en ruinas, con peligro de derrumbe y un pequeño jardincito que recuerda al de La casa encantada. Sobreviven los restos de un viejo horno de pan. El techo, empapelado con periódicos viejos, invita a imaginarse a los 23 habitantes que ocupaban Beroiz en 1887, que solo eran nueve en 1960, y que ahora, son historia. Al bajar, aparece un ciclista, la segunda persona a la vista después del granjero de Urbicáin.

 

De nuevo en el coche, toca dirigirse al último pueblecito de la ruta: ZOROQUIAIN. Siglos atrás fue un lugar de señorío nobiliario, dependiente primero de Leire, después de la Orden de San Juan de Jerusalén, y por último, de la colegiata de Roncesvalles. Junto a la iglesia, coronada por un campanario en perfecto estado y rodeada de tomillo aromático a sus pies, llama la atención un hermoso caserón con una portalada preciosa. En ella, se aprecia una figura, cuanto menos divertida, de San Miguel de Aralar. Tiene la cabeza demasiado grande en proporción al cuerpo y su atuendo se reduce a un pequeño calzón.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un poco más arriba, tallada en la piedra, se ve una cabeza a la que no le falta detalle, desde pelo pétreo hasta dientes en la boca abierta. Y entremedio de ambas figuras existe una inscripción, también en piedra, que informa de que la casa fue hecha por Martín de Irigoyen en el año 1799. En realidad, este hombre reconstruyó la casa de sus antepasados, llamada casa Apezarrarena en el siglo XVII. El nombre euskaldún de la casa nos cuenta que era el hogar de un sacerdote.

 

Al adentrarse en las casas del pueblo, de nuevo, un jardincito de ensueño. Periódicos viejos. Un pequeño cementerio, con cinco tumbas, despierta el instinto periodístico. ¡Hay que encontrar a los familiares de Sor Beatriz, una monja fallecida en África a los 27 años! Pero el cansancio apremia, y empieza a anochecer. Toca volver a Pamplona, darse una ducha y sentarse a trabajar. El monte ya ha sido pateado, ahora que toca poner en marcha el segundo plan: Orbela.

 

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