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LA TIERRA DE LOS CONTRABANDISTAS

Navarra comparte 143 kilómetros de frontera con Francia. Casi todos están en el valle del Baztán, una de las principales zonas de contrabando de toda España durante los años posteriores a la Guerra Civil Española. Allí, mugalaris, paqueteros y ramaleros luchaban con los guardias civiles por el control de la entrada de mercancías en el país: unos huyendo y otros, rebuscando en la maleza, en los bosques y en las cuevas. Unos armados y acompañados de perros de rastreo; los otros, a pecho descubierto y cansados después de correr por el monte durante toda la noche.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Brais Cedeira

“Tres lazos unen a los vascos de ambas vertientes del Pirineo: la sangre, la lluvia y el contrabando. Sólo el segundo es visible y solo el tercero es sólido”

 

Revista Pregón, 1950

El contrabando en el Baztán - Orbela
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En el Baztán los bosques son tupidos y espesos. Robles y castaños se entremezclan en marañas impenetrables. Los dólmenes que salpican su paisaje y las cuevas habitadas miles de años atrás se convertían en lugares idóneos para esconderse. En un tiempo lejano, el Baztán fue tierra de brujas y de criaturas mágicas. Pero también lo fue de contrabandistas. El contrabandista era una animal nocturno, sigiloso pero ágil. Muchos de ellos llevaban, a duras penas, una doble vida. Durante el día, atendían sus haciendas y caseríos, cuidando sus cultivos con mimo para obtener la mejor cosecha. La otra cara de la moneda de sus vidas era bastante diferente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Algunos habitantes del valle ejercieron el contrabando desde el inicio del Régimen de Franco. Cada noche, con 25 kilos a sus espaldas, caminaban a oscuras por el monte. Solo cuando los guardias civiles les descubrían, se veían obligados a dejar caer los paquetes. Salían de casa a las cinco de la tarde para que no les alcanzara la noche en el camino a Francia. A las ocho, ya al otro lado de la frontera, esperaban durmiendo a que llegaran las mercancías. Pocas horas después volvían a España por los mismos senderos. Esta vez cargados. En cuanto entraban en la península, echaban a correr. Ya seguros, solo quedaba vender las mercancías, por las que recibían entre 40 y 200 pesetas, según los años y el valor de lo que trajesen.

 

Conocían el monte como nadie. Una huella, un árbol marcado en el camino o una roca determinada les bastaba para orientarse. El bosque se convertía en su principal aliado para encontrar el sendero adecuado. Iban y volvían cada noche como rebaños trashumantes y solitarios, poniendo en juego su vida y la de sus allegados. Del éxito de esas expediciones furtivas dependía, a veces, el sustento con el que ir tirando en una España oscura, cuya libertad permanecía eclipsada por las estrictas normas de la Dictadura. Los contrabandistas eran tipos indómitos y agrestes, hombres que encontraban la libertad en su hábitat natural: en lo más profundo del bosque.

 

 

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