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GOLPES DE CLAQUETA EN URBASA

Las Sierras de Lóquiz y Urbasa protegen el valle de Améscoa, y a los pies de la segunda descansa el pueblo de Aranarache. Unos ladridos nos dan la bienvenida al pueblo. Nosotros aparcamos el coche al lado del lavadero, cogemos la mochila, y subimos por la cuesta de la izquierda. Nos echamos a un lado cuando encontramos el origen de los ladridos; un perro custodia ferozmente la puerta de su casa. Seguimos subiendo hasta que acaba la pista de cemento. Ahí nos recibe una valla cerrada con una señal de prohibido el paso, pero la abrimos, cruzamos, y la cerramos para que el ganado no baje al pueblo.

 

El valle de Améscoa se extiende a su derecha y encima de nosotros, los buitres vuelan en círculos. Habrán encontrado carroña. La nieve se acumula a ambos lados del sendero, y aprovechamos para lanzarnos bolas de nieve. Lo que no sabemos es que toda la sierra está vestida de blanco desde hace unas semanas. Llegamos a una bifurcación y decidimos ir por la derecha. La roca de la Sierra está llena de manchas negras, grises y blancas. Algunas son de la piedra, otras del magnesio con el que los escaladores se untan las manos para subir por la vía ferrata que asciende a la cima. En la roca también hay cavidades que utilizan los zorros y ratones de la sierra para resguardarse.

Carmen Arroyo

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Los árboles asoman sus ramas entre la nieve, que a nosotros nos llega ya hasta las rodillas. Arces menores, robles, tejos, avellanos y hayas. De un momento a otro, la Bruja Blanca de Narnia aparecerá con su carroza. Al final del camino, hay un portillo verde conocido como ‘La mina’. Lo abrimos, cruzamos y lo cerramos de nuevo. Al cabo de unos instantes, nuestras plegarias son escuchadas: llegamos a un camino de cemento y nuestros tobillos se secan.

 

Giramos a la izquierda y, unos minutos después, vemos un abrevadero a la derecha de la carretera. No dudamos: iremos cuesta abajo siguiendo el sendero marcado por el uso. Entre la nieve y el barro, más de uno se cae, mientras que otros nos salvamos agarrándonos a los troncos de los árboles. Culada tras culada, llegamos a una dolina y, al final, divisamos un agujero en la roca. Es la boca de la cueva de Inorriturri, según marca el árbol que la custodia. Otros la han llamado Noriturri, que significa fuente seca. Llevamos andando ya una hora y la nieve nos ha calado hasta la ropa interior; así que nos sentamos a comer a la entrada de la cueva, escuchando la tonadilla de los pájaros carboneros y herrerillos.

 

Nos armamos de valor y de linternas, y entramos con cuidado al interior de la Sierra de Urbasa. La Sierra es de roca caliza, favorable a la formación de cavernas. La primera sala es enorme y el techo parece una bola de discoteca. Es el firmamento de Inorriturri, el cielo bajo tierra. ¿Son pepitas de oro o diamantes incrustados? Nada de eso, no son más que gotas de agua diminutas en las que se refleja la luz.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Al fondo de la sala crecen espeleotemas, a la izquierda se escucha cómo corre el agua por dentro de la roca, y a la derecha hibernan los dueños de la mansión: pequeños murciélagos de herradura. Les sacamos varias fotos -incluso nos hacemos un par de selfies con ellos-, pero no los tocamos. Estos animales se agobian con facilidad y les puede dar un infarto. De Drácula tienen poco.

 

Los niños recorren la sala, y los más atrevidos seguimos por el lado derecho para llegar al fondo de la cueva. Tomamos ese acceso con precaución y llegamos a una sala aún más grande, con columnas y un gran domo. La cueva es húmeda y el suelo está mojado, por lo que nos agarramos a las rocas para no resbalar. Cientos de pequeñas estalactitas acechan desde el techo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Andamos hasta una tercera galería en la que han crecido numerosos gours, barreras de caliza que se forman en el suelo. Sus paredes llegan al metro de altura, así que han creado bañeras naturales. Llegamos al paso más complicado de la cueva, y gateamos para alcanzar la última sala. Esta sala es circular y alta, a los lados hay salientes y entrantes, en los que más de uno se encarama y suelta un discurso.

 

Nos toca salir por el mismo camino que entramos. Hemos estado una hora que se ha pasado volando. Uno no calcula el tiempo cuando está bajo tierra. Cogemos nuestras cosas, deshacemos el camino y llegamos de nuevo a la carretera. Allí giramos a la izquierda por el sendero de Aranarache, cruzando el bosque. En el suelo ya han nacido narcisos trompeteros. Nos resbalamos, gritamos y salen corriendo dos jabalíes de detrás de un arbusto. Seguimos el sendero y, entre unas dolinas, aparece la cueva de Akuandi. Esta cueva es más peligrosa, así que nos asomamos a la boca y continuamos por el sendero de Aranarache hacia la izquierda.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Con nieve hasta en las orejas y los pies molidos llegamos a la ermita de San Lorenzo. Respiramos hondo: a nuestros pies se extiende el valle de Améscoa, a lo lejos se ve Eulate y Aranarache está justo debajo de nosotros. Miramos de frente a la Sierra de Lóquiz, mientras nos tomamos un tentempié en el merendero que hay a la derecha de la ermita.

 

Es hora de volver a Aranarache, así que cogemos el camino que sale de la ermita hacia abajo. Mientras compartimos chascarrillos a voz en grito, espantamos a un corzo que buscaba brotes verdes. Un par de semanas después ya no hubiéramos visto a ningún animal, porque la nieve se habrá derretido. El sendero nos lleva de vuelta a la bifurcación que encontramos por la mañana, y esta vez salimos por el camino izquierdo. Cruzamos el portillo verde, entramos en Aranarache y huimos del perro.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Queremos ver dónde se rodó la película americana sobre la Segunda Guerra Mundial Patton, en 1969, y sabemos que es por aquí cerca. Nos metemos en el coche y conducimos unos minutos hasta Eulate. Giramos a la derecha y acabamos en un sendero de tierra. Hay una señal: Navarra, de cine. Vamos por el buen camino. Unos minutos después encontramos otro poste; sólo quedan setecientos metros para llegar.

 

Por fin, aparece un último cartel con fotogramas. ¡Ahí se rodó Patton! Nos sacan unas cuantas fotos para enseñar a nuestros amigos, arrancamos el coche y volvemos a casa. Uno conduce, otro pone música y el más pequeño mira por la ventana a la Sierra de Lóquiz, las cuevas de Urbasa y los recuerdos de Hollywood.

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